miércoles, 11 de abril de 2012

UN ÀNGEL EN TOKYO

TOSHI OMURA

UN ÀNGEL EN TOKYO


                    Ocurriò una mañana, la fecha, diciembre 23 de 1991; yo tenìa apenas dos meses en Japòn y me despedìa de las nuevas amigas peruanas que durante un par de semanas, me alojaron en su casa de Kanagawa-Ken. Subì al tren que me llevarìa a mi nuevo alojamiento en Ibaraki-Ken. Confieso que estaba nerviosa porque era la primera vez que viajaba sola en tren; en el bolsillo del pantalòn llevaba una pequeña libreta con los nombres de las estaciones que debìa utilizar para los transbordos y no dejaba de mirar por la ventanilla del tren, esperando no tener problemas en el camino, pero... siempre hay peros en esta clase de historias.

                    El tren llegò a Tokyo y a mì se me vino a la cabeza la "brillante idea" de bajarme del tren y recorrer la ciudad. Y no era para menos, se trataba de ver la capital del paìs y yo me llenè de emociòn; aquel dìa era feriado nacional y no tenìa apuro por volver a casa, Iba con mi càmara fotogràfica, decidida a captar las mejores imàgenes de Tokyo, pero al salir de la estaciòn me sentì decepcionada. La ciudad estaba un tanto silenciosa, era màs o menos  las ocho de la mañana y las tiendas comerciales aùn no abrìan sus puertas ,tenìa una extraña sensaciòn de vacìo; siempre pensè en un Tokyo dinàmico y ruidoso y habìa tan poca gente en las calles...

                  ¡ERROR! No me habìa alejado mucho de la estaciòn cuando lleguè a un crucero peatonal y me detuvo el semàforo; cuando pude cruzar la calle, me dì cuenta de que no estaba sola. Habìa mucha gente alrededor mìo  (de donde salieron, aùn es un misterio para mì), caminando todos en la misma direcciòn.

                    Observè que a ambos lados del camino, estaban  - separados a similares distancias -  unos hombres vestidos con elegantes trajes grises, camisa blanca, corbata y embutidos en sobretodos que les llegaban a los tobillos  (por alguna razòn me vì asociàndolos al Inspector Ardilla).

                    Habìa tanta gente caminando aprisa y yo me vì envuelta en esa especie de maratòn forzado; estaba realmente nerviosa y ya empezaba a ver màs y màs agentes uniformados, tenìa la impresiòn de que, si pretendìa salir del camino, iba a ser detenida por alguno de ellos.

                    Asì, al borde de la paranoia, sentì una voz a mi lado que me apremiaba:  - apùrate, es tarde - , me hablaba en japonès y yo no conseguìa entender todo lo que me decìa. De pronto se detuvo, me mirò fijamente a los ojos y entonces lo comprendiò :  -no eres japonesa... ¿eres extranjera? -. Asentì con la cabeza. En ese momento, la multitud nos comenzò  a empujar hacia adelante y ella, sin pensarlo dos veces, me cogiò de la mano y me guiò como si temiera que me perdiera de vista entre tanta gente. Me sentìa como una niña pequeña a punto de extraviarse en un gran Centro Comercial y me aferrè a ella como naùfrago al salvavidas. Le preguntè a donde ìbamos y ella sòlo respondìa  -"para allá"- señalàndome al frente, supongo que no estaba segura de si valìa la pena darle explicaciones a alguien que evidentemente, estaba perdida en el idioma japonès. 

                    Un poco màs adelante, observè a una especie de comitiva que nos recibìa con alborozo y nos iba entregando a cada uno, una pequeña bandera de Japòn; yo tambien recibì la mìa y por alguna razòn  -tal vez sea cosa del ADN- me contagiè de la alegrìa y la emociòn de todos los presentes. Unos metros màs adelante, habìa una entrada con màs agentes uniformados y esos personajes de traje largo y mirada siniestra... ( bueno , esa era la percepciòn que tuve, por mi nerviosismo inicial). Ingresamos a un hermoso jardìn y entonces lo supe: estàbamos en el Palacio Imperial. ¿El motivo?, era el cumpleaños del Emperador Akihito y toda la Familia Real salìa al balcòn para recibir los parabienes del pueblo. (Habìa asumido el cargo hacìa menos de dos años, luego de la muerte de su padre, Hirohito y si bien ya no tiene el poder de otros tiempos, sigue siendo un Sìmbolo de la Naciòn y el pueblo lo ama y respeta mucho).

                    Todos levantamos las banderitas rojiblancas (como los colores de mi propia bandera peruana) y gritamos el clàsico ¡ BANZAI, BANZAI !  (¡viva, viva!). Al terminar la ceremonia, encontramos a la salida  (para variar)  unos puestos de ventas de souvenirs conmemorativos y yo, tìmidamente, comprè un llavero con un diseño del Palacio y mi nueva amiga comprò objetos diversos y me los obsequiò dicièndome:  -"para tu familia"-. 

                    Luego, siempre de su mano, ingresè a un restaurante, donde pidiò un copioso desayuno para ambas; cuando acabamos de comer, tratamos de entablar una conversaciòn para saber un poco màs de nosotras. Ella extrajo de su bolso un pasaporte para enseñarme su nombre: TOSHI OMURA; me enseñó los sellos americanos que mostraban sus constantes desplazamientos a los Estados Unidos de Amèrica, tomò nota de mi nombre y me alcanzò un nùmero telefònico y por lo que entendì, debìa comunicarme con alguien cuyo nombre era Sixta Marìa, quien me pondrìa en contacto con la señora Omura.

                    Al salir del restaurante, me preguntò si tenìa apuro en volver a casa pues querìa mostrarme algo.Yo aceptè seguir con ella.

                    Tomamos el tren que nos condujo a la zona norte de Tokyo y me invitò a conocer el Zoològico de Ueno. Pasè una tarde maravillosa con la señora Omura, quien se portò como una madre amorosa y hasta tuvo la amabilidad de comprarme una càmara descartable de fotos, cuando viò que a mì se me habìa acabado el rollo de pelìculas en mi propia càmara. A esas alturas, me habìa olvidado que apenas unas horas antes èramos unas perfectas desconocidas.  

                    Al terminar el paseo, me llevò a la estaciòn  del tren y comprò dos pasajes, ella no irìa conmigo, pero era la ùnica forma que tenìa para entrar hasta el andèn y despedirse cuando yo subiera al vagòn. Ella tenìa una mirada tan triste cuando llegò el tren que me llevarìa de vuelta a casa y yo la abracè y le estampè un par de besos en el rostro (algo muy lejos de las costumbres japonesas, que prefieren las inclinaciones de cabeza). Ella no me rechazò, me devolviò el abrazo y rompiò a llorar. Por la ventanilla del tren, la veìa dicièndome adiòs y no pude evitar tampoco las làgrimas... ¿quièn era esta desconocida que me habìa brindado un dìa de su vida a cambio de nada?.

                    En la voràgine del dìa a dìa laboral, se me fuè adormeciendo su recuerdo hasta el momento en que encontrè en mi vieja libreta, el nùmero telefònico que me proporcionara la señora Omura aquella mañana de diciembre. Habian transcurrido dos años desde aquel encuentro y mi japonès habìa mejorado un poco desde entonces. La llamada telefònica me deparaba una sorpresa: el lugar era un hospital catòlico, regentado por una congregaciòn de monjas españolas; supe entonces que la persona a la cual buscaba no se llamaba Sixta Marìa, se trataba de "sisuta" Marìa(sister Marìa) ,una de las monjas del convento. La monja que atendiò mi llamada, me explicò que la hermana Marìa, habìa regresado a España y que la señora Omura fuè enfermera en el hospital hasta su jubilaciòn.

                    Le contè mi historia y ella me sorprendiò al decirme que sabìa de ese encuentro hasta el minimo detalle, la señora Omura se lo habìa contado a las monjas que trabajaban con ella. Mi interlocutora me contò otra historia sorprendente: la señora Omura se encontraba camino al trabajo, cuando fuè testigo de un incidente. Una señora -casualmente,peruana como yo - habìa sufrido un ataque cardìaco en la calle y la señora Omura la condujo al hospital donde trabajaba. El estado de ella era grave y requerìa de una operaciòn, muy costosa por cierto, dado que aquella mujer no tenìa seguro, ni dinero y por ùltimo, tampoco visa. La señora Omura asumiò la responsabilidad y la operaciòn se realizò con èxito. Ella no era una persona de muchos recursos econòmicos, asì que involucrò a sus hijos y conocidos en una campaña para recaudar los fondos necesarios para los gastos de hospital y posterior repatriaciòn de la peruana.

                    La japonesa contaba que tenìa una hija en Norteamèrica y que veìa a esa hija en cada extranjero con problemas que encontraba, porque en otros lares, su hija tambien era una extranjera y podrìa sufrir algùn percance y necesitar auxilio y apoyo para salir adelante. Habìa sido una enfermera eficiente y abnegada al extremo y el hospital entero la extrañaba mucho. La monja me lo resumiò de este modo: - "ella es un àngel en la tierra, generosa hasta el sacrificio, bondadosa al extremo; si querìas conocer a una santa de carne y hueso, ya la conociste" - . Entonces la monja hizo algo que iba contra las reglas del hospital:  fuè al archivo y me consiguiò el telèfono privado de la señora Omura.

                    Me comuniquè con ella y al reconocerme, rompiò en llanto, concertamos una cita y quedamos en vernos en la estaciòn màs pròxima a su casa. Pasè un fin de semana maravilloso con ella, conversamos mucho (al fin podìamos entendernos mejor en japonès), yo le contè de las cosas que habìa experimentado en Japòn y ella me hablò de su vida de lucha cuando enviudò, muy joven aùn, con tres niños pequeños y de las dificultades que pasò para criarlos sòla. Me hablò de su brillante hijo mayor a quien -al terminar la secundaria-  los parientes y amigos urgìan para que buscara trabajo en alguna fàbrica del lugar.

                    Ella lloraba porque no podìa enviarlo a la universidad y su hijo la calmò dicièndole que èl lo lograrìa con su propio esfuerzo; se presentò a las Fuerzas de Defensa Nacional, expuso su caso, con los certificados de estudio en las manos que lo acreditaban como un alumno destacado y consiguiò una beca completa en la Escuela de Oficiales. Tuve la oportunidad de conocerlo aquel dìa en casa de su madre; era un hermoso oficial de alto rango, piloteaba uno de los màs modernos aviones de las Fuerzas de Defensa y a la sazòn, trabajaba en el Cuerpo Diplomàtico y habìa sido comisionado a diferentes Embajadas de su paìs en el mundo. Evidentemente, habìa cumplido con creces su promesa.

                    La segunda hija estaba casada, tenìa una pareja de hijos y vivìa en el mismo vecindario de su madre. La menor de las hijas, prometiò emular a su hermano mayor y consiguiò una beca para estudiar una carrera quìmica en los Estados Unidos de Amèrica y posteriormente decidiò quedarse y formar su propia familia en el paìs del Tìo Sam. Yo le llevè un album con todas las fotos de nuestro primer encuentro para que las conservara.

                    En el segundo dìa de mi llegada a su casa, la señora Omura me llevò, acompañada de sus pequeños nietos, a conocer el Monte Kamakura, visitamos el Santuario del lugar y almorzamos en lo alto del Monte. Luego nos despedimos con la promesa de repetir el encuentro.

                    Poco tiempo despuès, tuve que mudarme  a un lugar màs distante y en la mudanza, perdì la libreta de direcciones y telèfonos y con ello, la esperanza de volver a verla. Aùn me duele, dieciocho años despuès, sigo pensando en ella. No sè si estarà todavìa, prodigando su increìble amor, iluminando como un àngel el camino de personas que como yo, se ven de pronto perdidas y encuentran la tibia mano que les guìa , en medio de la frialdad del resto del mundo, esos que viven atropellàndose los unos a los otros, indiferentes, distantes, con un cùmulo de prioridades materiales, sin tiempo para sus semejantes, sin tiempo para ellos mismos. Yo espero que ella sèa felìz, donde quiera que se encuentre y que me haya perdonado estos años de silencio.