martes, 26 de junio de 2012

RETRATO DE UNA APÁTRIDA...( O CIUDADANA DEL MUNDO ) 1ª Parte

RETRATO DE UNA APÁTRIDA... (Parte  1)

               Tengo un documento (o una serie de documentos) que me acredita como ciudadana de una Nación y como tal, transcurre mi vida desde que nací. La experiencia enseña que hay circunstancias que hacen cuestionarte si todos los valores que adquirimos con respecto a la nacionalidad son válidos en la vida práctica. Hoy la gente cambia de nación y de bandera por razones válidas o supérfluas y cada quien maneja su propia historia al respecto.

                   Yo tengo mi Patria, mi lugar de nacimiento, el sitio donde me eduquè y aprendí un idioma, una religión y un estilo de vida... ¿estilo de vida?. El problema es que no estoy muy segura de qué estilo de vida he tenido hasta ahora. Resulta un poco difícil establecer qué tipo de persona soy; nací en el Perú, nación sudamericana, mestizada con siglos de migraciones europeas en los comienzos de la colonización española e incrementada con la llegada de los africanos  -esclavizados por los llamados cristianos civilizados blancos-  a los que se agregaron los asiáticos, empezando por los coolíes chinos que si bien no tuvieron el membrete de "esclavos"en sus frentes, fueron tratados como miembros inferiores de la comunidad que los acogía. Los japoneses llegaron, al igual que los chinos, por una suerte de circunstancias de tipo económico, todos llegaban por cumplir  - haciendo una comparación libre - lo que en estos tiempos llamaríamos "el sueño americano" para los que se arriesgan a enrumbar al codiciado País del Norte; sí, los ciudadanos del mundo cruzan fronteras, dejando atrás familias y amigos, por alcanzar metas, por atrapar sueños, por amor y por desamor. Las razones no importan, ni los proyectos elaborados para emprender la aventura; el futuro es un maestro del camuflaje, nunca sabremos de qué se viste para convencernos de cuál es el camino correcto a seguir.

                          A comienzos del siglo XX, Japón no poseía la fama de potencia económica mundial que hoy ostenta como carta de presentación ante  naciones emergentes como la mía, la historia era otra y los japoneses, empobrecidos en un sistema militarista, miraban con ojos ávidos las posibilidades de mejorar económicamente en otros lugares. Hawai, Brasil, Perú entre otros, ofrecían oportunidades de trabajo que no podían soslayar; y la migración se dió en oleadas inauditas, los japoneses fueron dejando sus islas en un dramático éxodo, creyendo que unos pocos años serían suficientes para lograr sus propósitos económicos y se embarcaron en un viaje sin retorno que habría de cambiar sus vidas para siempre.

                          En Nago, ciudad costera de Okinawa, al sur de Japón, la aventura empezó para mi familia. Mi abuelo -Bunei Higa- inició el éxodo familiar en el año 1919, luego fué papá -Bunkiku- en 1928. En otro lugar de Okinawa, un pueblo llamado Nakijin, los padres de mi madre -Hanako- tambien embarcaban rumbo al Perú; sus nombres: Genkin Shimabukuro y Kamadá Matsumoto. En algún punto del viaje, nació mamá. Y... he aquí a mi familia, todos llegados de la lejana Okinawa a cumplir metas, con la carga de proyectos que jamás alcanzarían a realizar.

                             La esperanza de volver a su Patria, se fué desvaneciendo en el tiempo; el formar un hogar, procrear hijos y el paso de los años en la nueva Patria, dejó paso a una nueva realidad. Mis padres y abuelos fueron de aquellos que no lograron esparcir sus cenizas en la tierra que los vió nacer.

                             La idea  inicial del posible retorno a Okinawa les dió a la mayoría de inmigrantes, una idea de educación familiar basada en el hecho de que los hijos eran parte del proyecto y como tal fueron criados; el resultado fué esa generación de "nissei" -es decir, "japoneses de segunda generación"- que convivían entre dos mundos, nutriéndose de dos culturas tan disímiles, sin saber a ciencia cierta, cuál sería su destino final y buscando una identidad que los definiera ante la sociedad que los rodeaba.

                              Hablar de prejuicios raciales es tema delicado para tratar en estos tiempos en que la pluriculturalidad es lo que se estila, para demostrar que  "todos somos iguales" ,lo cual,siendo la gran verdad que enarbolamos a diario, no deja de tener un tufillo de hipocresía cuando la realidad permite que se discrimine a las personas por los más nimios motivos. La sociedad como grupo y las personas como individuos, se topan a diario con la segregación en un amplio espectro: los grupos humanos, mixturados hasta la saciedad, ahora se fijan en detalles que soterran sus verdaderas taras sociales, ahora ya no se hablan de razas  (¡qué pecado!) pero siguen apuntando hacia la raza caucásica porque tienen fijado en sus genes que "mientras más blanquito,más bonito"; y eso se dá en la mayoría de casas: -"...fíjate que el hijo de fulanita es muy narizón... pero no importa porque ha salido bien blanconcito"; el verano le puede tostar la piel y la nariz seguirá igual de grande, pero hay gente que valora las facciones de un rostro o la tonalidad de una piel y se olvida que es la persona en sí misma y no esos detalles lo que habría que observar. Conocí una señora, descendiente de esclavos africanos que se vanagloriaba de tener la piel más clara de su familia, porque su bisabuelo fué hijo de un hacendado "español de pura cepa"; sí, su tatarabuelo fué el amo de su tatarabuela. Sentí pena de aquella señora; el atavismo adquirido no le dejaba pensar en otros valores que hubiese podido enarbolar ante su descendencia.

                         Y es tan común ver en Lima a los hijos y nietos de los valientes quechua-hablantes que, establecidos o nacidos en la Capital de la República, muestran sin pudor su menosprecio al grupo étnico del que proceden -por supuesto, siempre y cuando no tengan un micrófono o una cámara al frente -porque en estos días, todos se muestran muy igualitarios y tolerantes porque ya descubrieron que eso termina siendo muy rentable en nuestra sociedad actual.

                       En la primera mitad del siglo XX, los asiáticos llegaron a un país donde una minoría blanca ostentaba el poder económico y, en consecuencia, influía en la política local y nacional; de igual modo, los provincianos llegados de la selva amazónica y de las zonas andinas, iban llegando a poblar la costa peruana, en busca de mejores condiciones de vida. Los adultos en sus actividades productivas y los menores en sus centros de estudios, demostraron que con esfuerzo y tesón podían superar las barreras de la incomprensión multicultural que los rodeaba. La interacción social hizo que se fueran fusionando entre sí y el resultado es esta amalgama de interesantes combinaciones que hoy vemos en nuestras calles.

                       Lamentablemente hay situaciones que aún no terminan de superarse y se dan desde todas las direcciones. Recuerdo a un amigo que ostentaba unos documentos que lo certificaban como el mejor alumno de su clase en la secundaria y aspiraba a una carrera en la Marina de Guerra, el oficial que le evaluó en primera instancia le aconsejó que desistiera; le dijo que, si bien era muy probable que ingresara a la Escuela de Oficiales, sólo llegaría hasta cierto grado y allí se truncaría, al preguntarle él cuál sería el motivo, la respuesta fué: "mírate al espejo, eres hijo de japonés, ¿has visto algún almirante como tú?, si eres descendiente de europeo, pasas, pero aquí los asiáticos están demás". Mi amigo había cumplido el Servicio Militar como voluntario y fué Monitor de su Unidad, donde entrenó soldados paracaidistas en el Ejército, pero de nada le valía porque tenía los ojos rasgados y un apellido inaceptable para nuestra querida Marina de Guerra. Decepcionado, hizo maletas y se marchó a los Estados Unidos en búsqueda de otros sueños y se estableció en el país del norte; el Perú se perdió a una gran persona y quienes lo conocimos, perdimos a un gran amigo.

                       Pienso que este caso se repite a diario por culpa de la discriminación que puede observarse desde distintos ámbitos. La Constitución  se vé ignorada, mancillada y hasta pisoteada porque la igualdad, muchas veces, sólo queda en los papeles; ¿y qué podemos decir de los centros de diversión donde sólo pueden entrar las personas que se muestren ataviados como gente VIP ?.  Existen leyes que norman el derecho de todos los ciudadanos, pero las sanciones son mínimas o simplemente ignoradas. Sé que en otros países los prejuicios se dan con mayor saña, pero las consecuencias las sufren personas y el grado de devastación individual no puede ser calculado por ningún análisis profesional.


                        Yo pertenezco a esa generación que creció entre dos mundos y tratando de extraer lo mejor de ambos; no ha sido fácil, pero la intención existe. En el camino, los obstáculos se dan a diario, hoy debo lidiar con la xenofobia en el país de mis ancestros, porque aquí soy una extranjera más y como tal me tratan; no en la misma forma que observé en mi Patria pero en esencia es la misma cosa. La gente tiene dificultades para aceptarse tal cual son, la intolerancia se da en todas partes, pienso que es inherente a la raza humana en su conjunto y tal vez la Humanidad demore varios siglos más en superarlos... ¿será que aún estamos a tiempo?.

                         Cada idea que sembremos en las mentes de nuestros hijos, es semilla que dará frutos en sus corazones, somos responsables del futuro de ellos como individuos y de todo lo que inculquemos en sus almas y su intelecto, para que aprendan a discernir lo que es bueno para la sociedad como tal: un grupo de personas con igualdad de derechos y obligaciones para todos. Un mundo sin egoísmos, vanidades ni ambiciones ciegas, un mundo sin conflictos, sin guerras, sin fronteras... ¿cuál será la generación que sea testigo de ese milagro?


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